Como si se encontraran a los pies de una montaña infranqueable, a los consumidores más fatalistas les gusta pensar que el cambio climático es una cuestión puramente técnica: «Desde nuestra posición —piensan—, lo único que podemos hacer es cruzar los dedos». ¡Nada más lejos de la verdad!
La campaña #FoodforChange e Indaco, una spin-off de la Universidad de Siena, Italia, han demostrado que una dieta poco sana basada en los alimentos procesados y en proteína animal de producción industrial se puede comparar con una dieta basada en productos de los Baluartes de Slow Food y de otras cadenas de producción sostenible, y esta última dieta ofrece considerables ventajas medioambientales, sociales y económicas.
Ahí van cuatro ejemplos: En Austria, la huella de carbono de la producción de Martin Unterweger es un 31 % más baja que la de la leche industrial gracias a los pastos perennes de la granja, a su rechazo del uso de ensilado, a su fertilización con estiércol, al uso de las energías renovables y a la corta cadena de distribución. Comprar esa leche permite ahorrar 190 toneladas de CO2 al año, ¡una cifra equivalente a las emisiones de un coche tras recorrer 46.000 km! La producción de queso a partir de la leche de la 24 vacas de la granja de Livio Garbaccio en Varallo, en la región italiana de Piamonte, emite un 83 % menos de CO2 que una quesería industrial de las mismas dimensiones, ¡un ahorro equivalente a lo que emitiría un coche durante un viaje de 154.000 km! En Dinamarca, Verner Andersen cultiva 76 toneladas de manzanas biodinámicas al año en su huerto de variedades autóctonas, ¡y genera un 81% menos de CO2 de lo que emitiría el cultivo intensivo de la misma cantidad de manzanas! Por último, la producción del queso Vastedda a partir de la leche ovejas del Valle del Belice, en la granja de Liborio Cucchiara en Belice, Sicilia, emite un 60% menos de CO2 que una producción de queso industrial.
Las prácticas que conforman la base de estas historias de éxito en la preservación de la biodiversidad incluyen el uso de razas locales de alto rendimiento, procesos de producción artesanales, el ahorro en insumos, el uso de paja para la captura de nitrógeno, el uso de agua de escorrentía, la abstención del uso de soja, la polinización con abejas, el uso de virutas de madera para calentar el agua, la cosecha manual y la venta directa en cajas reciclables. Pero eso no es todo: Estos Baluartes y estas prácticas sostenibles también son excelentes para la salud. Comer más plantas, legumbres y tubérculos en lugar de cereales; más frutas que pasteles; menos grasas y azúcares y menos aditivos ahorra tanto CO2 por persona y año como el que produciría un coche en un viaje de más de 3000 km.
Estas cifras aportan una demostración científica de que es necesario acelerar una transición en la agricultura. ¿Alguna vez veremos a los europeos atacar a la Comisión Europea, a los Estados o a las instituciones por fallar tan gravemente a los ciudadanos en términos de salud y seguridad alimentaria?
Este estudio demuestra claramente que, si la mayoría de la población consume productos con menor impacto medioambiental, todo puede cambiar, y que los productos más respetuosos con el medio ambiente son buenos para nuestra salud. Sabemos que prestar atención a la calidad sensorial y medioambiental de lo que comemos puede contribuir considerablemente en la lucha contra el cambio climático. Ya sabemos que el consumo de carne debe reducirse a medida que la población aumenta. El consumo de carne semanal medio actual en Europa, 1,55 kg por persona, ya es tres veces mayor de lo que recomiendan los nutricionistas Los investigadores informan cada vez más de que los productos más peligrosos, incluso cuando se consumen solo ocasionalmente, tienen efectos dañinos a largo plazo. Hacer una excepción semanal a esta regla ya es demasiado.
Más que nunca, la comida es un problema político. Debemos animar a las comunidades locales a establecer sistemas alimentarios en el nivel regional. El trabajo del abogado de Nantes François Collart-Dutilleul sobre democracia alimentaria local propone soluciones que son radicales pero fáciles de llevar a la práctica: Padres, estudiantes, pacientes, ancianos y empleados deben poder influir en las compras en las cantinas de las escuelas, universidades, hospitales, residencias para ancianos y lugares de trabajo. En las aldeas y en los suburbios con menos servicios, es necesario expandir los mercados de pequeños productores. Del mismo modo que en Saint-Denis y en otras comunidades pioneras, los alcaldes deben proteger la tierra y organizar la formación de los horticultores. Las autoridades locales deben animar a los servicios de catering a que promuevan productos sanos.
El estudio realizado por Slow Food y financiado por la Unión Europea es un hito importante en el debate sobre el futuro de los alimentos.
Este estudio certifica la importancia de las acciones ciudadanas en favor de una alimentación sostenible. Durante la revolución alimentaria anterior, que vio el auge del restaurante en Francia a finales del siglo XVIII e inspiró al brillante Brillat-Savarin, teórico de la gastronomía como ciencia total, la transformación del sistema alimentario hizo posible, en los países ricos, erradicar las hambrunas. Hoy, debemos poner fin a la lacra del hambre en el hemisferio sur cambiando el modo de comer del Norte. El cambio climático nos brinda la oportunidad de dar vida a esta nueva revolución. El futuro de la humanidad depende de la solidaridad global.
*Presidente de Slow Food
**Investigador del CNRS y de la Universidad de la Sorbona, autor del Atlas de l’alimentation(Ediciones del CNRS)
Slow Food trabaja con los productores para medir y reducir el impacto de la producción alimentaria en el medio ambiente. Más información sobre cómo se han valorado estos impactos
Publicado en Liberation 9 de noviembre de 2018