
Detrás de los terremotos políticos de los que hemos sido testigos en el mundo rico y desarrollado –el Brexit, Trump, Macron, hasta la aplastante victoria del gobernador de Tokio en julio con su nuevo partido– se encuentran dos problemas estrechamente relacionados: la desigualdad y la injusticia. En un mundo occidental cuyos defectos han sido expuestos de forma tan brutal desde la crisis financiera de 2008, la gente cree que sus voces no son escuchadas, que sus sociedades y economías se han vuelto injustas, que «el sistema está amañado» en su contra.
El principal desafío de nuestra época consiste en remediar este sentimiento de desigualdad e injusticia en todos los ámbitos posibles: los derechos políticos, la reforma de la financiación de las campañas, el acceso a la educación, el reparto de los ingresos, las barreras en la movilidad social, los niveles del salario mínimo y mucho más. En épocas similares de crisis y desacuerdo social del pasado se optó por nuevas inversiones a gran escala para extender y crear una mayor igualdad y un sentimiento de ciudadanía compartida. Esto puede –y debe– hacerse de nuevo.
Algunos pensarán que se trata de un problema de izquierdas frente a derechas y que la izquierda debe recuperar el poder para cambiar el péndulo político de nuevo hacia la igualdad. Yo prefiero citar un precedente histórico. Durante los primeros años del siglo XX hubo un presidente estadounidense republicano, Theodore (“Teddy”) Roosevelt, que dirigió una batalla contra lo que él llamaba «los malhechores de la gran riqueza» que habían provocado la desigualdad y la injusticia en lo que los estadounidenses llamaron «la edad dorada». Él introdujo nuevas leyes para poder derribar monopolios como el de Standard Oil Company y supervisó un gran proyecto de expansión de la red nacional de parques naturales.
Lo que necesitamos hoy es nuevos Teddy Roosevelts, tanto en la izquierda como en la derecha. En estos problemas, la comida es un campo de batalla y un terreno peligroso a la vez. Es un campo de batalla porque el poder del monopolio –la concentración excesiva de control sobre los mercados, la producción y la distribución y, por consiguiente, el control desproporcionado sobre la política y los organismos públicos que gobiernan estos mercados– es un asunto especialmente importante en el problema de la comida.
Pero también es un terreno peligroso, porque debido a la presión por reducir la desigualdad, la tentación política de hacer que la comida sea más barata e industrial siempre está presente y el movimiento Slow Food lo sabe muy bien.
La lucha contra los monopolios y otras formas de exceso de poder excesivo debe ser un tema compartido en muchos sectores de la economía: el bancario, por el modo en que las grandes instituciones financieras causaron estragos en 2008 con la ayuda de las subvenciones públicas y después fueron recompensadas con fondos de la recaudación pública; el tecnológico, por el modo en que el efecto Internet está concentrando el control sobre nuestros datos personales y nuestras comunicaciones en manos de unas pocas empresas; el de los supermercados, debido a su poder para aprovecharse de los proveedores; y el de las enormes corporaciones agrícolas y farmacéuticas.
De este modo, los que trabajan por un sistema alimentario más justo y con una competencia más libre tienen una buena razón para encontrar aliados entre los que luchan frente a otras formas de concentración del poder corporativo y político. Una competencia más libre consiste en que el poder sea más igualitario, en utilizar el control legal y democrático para evitar los monopolios y los cárteles, que restringen la capacidad de decisión y la diversidad.
Sin embargo, podría haber cierto peligro en el debate británico sobre los acuerdos comerciales que el país debería adoptar tras abandonar la Unión Europea en 2019. El gobierno de Reino Unido ya está estudiando un nuevo acuerdo comercial con Estado Unidos en el que la gran presión de quienes se preocupan sobre la desigualdad económica y la pobreza promete contribuir a que se permita la importación de comida barata estadounidense, como el famoso pollo lavado con cloro y la carne de ternera tratada con hormonas.
¿Será que el Reino Unido habrá votado, como aseguraba el eslogan de la campaña partidaria del Brexit, «recuperar el control» de manos de la UE para entregárselo a Washington y a sus bajos estándares alimentarios? La batalla contra el monopolio y contra la mediocridad todavía no se ha ganado. En esta batalla deberíamos hacer caso al gran padre escocés de la economía de libre mercado, Adam Smith, que en «La riqueza de las Naciones», de 1776, ya advertía de los peligros de los cárteles y de los monopolios. Smith también escribió, en un libro menos conocido, «La teoría de los sentimientos morales», sobre los vínculos que nos unen a todos los miembros de la sociedad, sobre nuestro sentido del bien común. La comida es uno de los últimos grandes campos de batalla modernos en este sentido.